En ocasiones, el nombre que la historia asocia a un personaje pesa demasiado. Es el caso del emperador Flavio Claudio Juliano Augusto, al que se conoce por Juliano el Apóstata, un sonoro calificativo que resulta más apropiado para un predicador hereje. Se infravalora así a un emperador que podría compartir con Marco Aurelio el título de “emperador filósofo”, ya que tenía una profunda formación en Filosofía, Retórica y Gramática, materias a las que se pudo dedicar desde bien joven, ya que nadie contaba con que llegara al poder. De hecho, fue eso lo que le salvó la vida cuando a la edad de cinco años casi toda su familia fue asesinada por orden de su tío el emperador Constancio, que buscaba así eliminar posibles rivales mientras se hacía único heredero del gran Constantino gracias a la muerte de sus hermanos en acciones bélicas.
Mientras Constancio II recorría el imperio luchando contra usurpadores, alamanes y sasánidas, Juliano y su hermano mayor fueron asignados a la tutela del obispo Eusebio de Nicomedia, un arriano muy influyente en la corte de Constantinopla. A la muerte de este fueron recluidos durante seis años en un palacio de Capadocia, dedicados al estudio y la caza. Más adelante siguió formándose en Constantinopla y Nicomedia, donde le cautivó el neoplatonismo de la escuela de Plotino y Porfirio. En aquella época era el refugio de la cultura helénica, en oposición a la ortodoxia cristiana que se imponía cada vez con más fuerza en las escuelas y en la administración. También fue iniciado en el culto a Mitra y la teurgia, la mística del Dios Único.

Esa vida dedicada al pensamiento, que le llevó también a Éfeso y Atenas, se interrumpió en el año 355, cuando fue llamado a la presencia del emperador, que acababa de ordenar el asesinato del hermano de Juliano. Parece que fue la emperatriz quien le salvó de la muerte. Ahora era el único familiar vivo del emperador. Éste lo casó con su hermana y lo nombró César y le encargó pacificar la Galia, algo que hizo con éxito pese a su nula experiencia militar. Durante tres años triunfó en la Galia y Germania, y una vez pacificada la frontera del Rhin, se dedicó a aliviar la presión fiscal del territorio, ganándose el aprecio de sus súbditos, que también valoraban su austeridad frente al boato de la dinastía flavia.
Este éxito hizo que el emperador se sintiera amenazado por él, y que Juliano soportara mal el control que el emperador ejercía sobre él a través de altos funcionarios que lo supervisaban estrechamente. Finalmente, una exigencia desproporcionada de tropas por parte del emperador fue la chispa que encendió una revuelta de las tropas de Juliano, al que proclamaron como Augusto con el apoyo del senado romano. Aun así Juliano escribió a Constancio justificando lo ocurrido y evitando desafiarle. De hecho continuó con éxito sus campañas militares contra francos y alamanes. Pero ese equilibrio no podía durar mucho, y acabaron enfrentados en guerra civil. La fortuna protegió de nuevo a Juliano, ya que Constancio murió en Tarso en vísperas de la que iba a ser la batalla decisiva.
Se difundió la noticia de que el emperador le había declarado heredero en su lecho de muerte. Esto y los honores que rindió al emperador fallecido le reconciliaron con sus partidarios en Oriente. Pero una de sus primeras medidas fue purgar la corte de Constantinopla, descartando a los consejeros y gobernadores cristianos (“galileos” les llamaba, y “osarios” a las iglesias) al tiempo que hacía pública su apostasía y rendía culto a los antiguos dioses, Helios, Cibeles y Mitra, sobre todo. También dejó crecer su barba al estilo griego, tras décadas de emperadores de rostro afeitado.

Juliano se empeñó en restaurar los templos y celebraciones de la religión tradicional, descuidados durante décadas. También dio orden de iniciar la reconstrucción del Templo de Jerusalén, ya que el judaísmo no le parecía un “culto inicuo” como el cristiano. Anuló los destierros de los obispos nicenos, pero impidió su injerencia en el gobierno y la administración, así como las exenciones fiscales y la jurisdicción episcopal. También prohibió que enseñaran retórica y filosofía, indicando que debían limitarse a enseñar su fe en igualdad con las demás. Instauró un orden sacerdotal gobernado por el Pontífice Máximo para dar estructura a las religiones no cristianas, imitando la organización en diócesis gobernadas por obispos.
Después de una importante labor legislativa desde Constantinopla, se instaló en Antioquía, donde no consiguió el afecto de sus ciudadanos. Al poco tiempo de llegar, un incendio arrasó el templo de Apolo y en represalia se clausuró la basílica cristiana. También se sufrió una importante escasez de alimentos que contrastaba con los sacrificios espectaculares de toros y otros animales ofrecidos a los dioses.
Juliano declaró la guerra a los partos en 363 y llegó a sitiar Ctesifonte, pero los persas evitaron el choque frontal y acosaron a los romanos hasta que Juliano fue herido de muerte en una escaramuza el 26 de junio. Su sucesor fue un joven oficial cristiano, y todas las reformas iniciadas por Juliano en esos veinte meses en el trono fueron canceladas. Su nombre se recordó solo para destacar el “castigo divino a su impiedad”.
En cuanto al testimonio escrito de su vida hay tres tomos con sus textos, y el historiador Amiano Marcelino fue amigo suyo y le acompañó en sus campañas militares. Los trabajos clásicos sobre la antigüedad tardía de Edward Gibbon (“Historia de la decadencia y caída del imperio romano”, vol. II, Turner) y Peter Brown (“El mundo de la Antigüedad tardía”, Taurus) recogen tanto su época como sus antecedentes y los años siguientes.
Pero es la novela de Gore Vidal “Juliano el apóstata” (Edhasa) la que mejor recoge el carácter único de ese hombre que se enfrenta al orden establecido y que, sin utilizar el terror, intenta frenar el curso de una historia que finalmente le arrolla. Se trata de una novela escrita a tres manos: sus amigos Libanio y Prisco intercambian epístolas en las que completan con sus recuerdos el diario de Juliano que conservan aportando sus opiniones, a veces con ironía y acidez. El resultado es un texto muy fácil de leer, con una descripción excepcional de los personales con su contradicciones y sus emociones. Un “clásico” que se puede releer por el placer que proporciona un libro bien escrito.