La conquista del oeste (es decir, de Hispania).
Aquellos de mi generación y similares, recordarán que hubo un género cinematográfico, con profusión inaudita de títulos, que se llamaba, familiarmente: “Del oeste”. (Para los listos: Western). En estas pelis, de una manera u otra, se explicaba hasta la náusea, la manera “heroica” en la que los norteamericanos llegaron a poblar la parte occidental de su territorio continental. Precisamente la parte que había generalmente estado bajo administración española y en la que aún (por poco tiempo, amigo) habitaban todavía nativos americanos. En aquellas películas, los indios eran siempre los malos y los vaqueros ni siquiera se molestaban en tratar de civilizarlos. Con hacer realidad lo de que El último Mohicano fuera realmente el último, les bastaba.

Te preguntarás que qué demonios tiene todo esto que ver con Roma o con Hispania. Pues todo. Absolutamente todo. Nosotros éramos el oeste. La última frontera. Si la civilización romana antigua hubiera dispuesto del invento del cine, las películas del oeste habrían hablado de cómo los habitantes del Lacio combatieron con las tribus hispanas. A veces acabando con ellas y otras muchas, mezclándose con los nativos y, sobre todo, con las nativas. Por supuesto, también sufrieron los romanos la temida fiebre del oro, si las Médulas en León pudiesen hablar podrían contarnos bastante al respecto y, aunque los romanos no contaban con el ferrocarril, hicieron vías de piedra que unían nuestra piel de toro con el resto del universo mundo. Casualmente, dicen que todas las carreteras, que todos los caminos, llevaban a Roma. Eso quiere decir que si algún camino desde cualquiera de nuestros pueblos más recónditos lleva a Roma, también hay un camino desde Roma que viene exactamente hasta ese pueblo. Las vías son siempre de ida y vuelta; es decir, que somos romanos en cualquiera de los sentidos.

Si queremos hablar de lo romanos que somos, de lo primero que tenemos que hablar, es de la conquista del oeste. Y hace dos mil doscientos años, el oeste éramos nosotros:
-Terribles tribus salvajes: íberos, celtas, arévacos, lusitanos, indios del Atletí…
-Grandes llanuras… ¿habéis estado en la Mancha?
-Bisontes (vale, cuando llegaron los romanos, ya no quedaban, pero en Altamira los hay hasta por el techo)
-Oro a raudales…
Nuestra península, situada en el extremo del mundo, en el fin de la tierra, era legendaria, era allí donde sucedía la mitología: el jardín de las Hespérides, las luchas entre dioses y titanes, las columnas de Hércules, la Atlántida, Los Campos Elíseos, El Dorado… Hispania estaba tan lejos y era tan desconocida que lo más extraordinario, lo más sorprendente podía suceder precisamente aquí.
Tuvimos una civilización, Tartessos, que fue la más antigua de occidente, mencionada en la Biblia. Tenemos una ciudad, Cádiz, que es la más antigua de occidente con más de tres mil años de Historia, fundada trescientos años antes de que en Roma la loba amamantara a ningún gemelo. Fuimos íberos, celtas y celtíberos. Tribus aguerridas y salvajes. Tribus indígenas del muy extremo oeste. Indios. Pero…
Estamos Locos Estos Romanos
También fuimos vaqueros. Una guerra que dura más que un día sin pan, hace que los que se enfrentan mutuamente se parezcan mucho, demasiado. Solo así se explica que enseguida los locos indios se hagan tan, tan vaqueros, que en el año 90 a.C. ya haya un tribuno hispano elegido para defender al pueblo romano de los abusos de los Patricios en la ciudad de Roma, que antes de que se acabe ese siglo hubiera ya dos cónsules hispanos en la República romana y que, cien años después, un señor de Itálica, una ciudad romana cerca de Santiponce en Sevilla, llegara a ser emperador y luego a ser dios, que ya es ascender en la vida.
Estamos locos estos romanos (editado por Modus Operandi), es precisamente la historia de cómo nos hicimos romanos. El título del libro es un homenaje a la famosa frase de Ásterix y Obelix, por supuesto, en cuyas páginas muchos conocimos Roma y leímos sobre Julio César y las tribus irredentas. Con los años y lecturas con más enjundia, aprendí que la gran “Guerra de las Galias”, cuyos comentarios tantas veces traduje mal en el cole, había durado apenas diez años, mientras que nuestro conflicto con Roma se había alargado a los doscientos años mal contados. Y es que Ásterix es genial. Tan solo un personaje de tebeo, pero Numancia si fue real, y fue la auténtica vergüenza del ejercito más poderoso de la antigüedad durante más de 20 años. Veinte años que tardó en doblegar aquel pueblecito de Soria. Aunque hay que decir que nuestros abuelos, también formaban parte de las trincheras que asediaban las murallas numantinas.
Roma estuvo “oficialmente” en Hispania desde el 216 a.C. cuando los escipiones desembarcaron en Rosas (Gerona), hasta el 624 de nuestra era, cuando los visigodos expulsan a los bizantinos de Carthago Espartaria (Cartagena). Diez siglos. Pero en la escuela, no nos contaron nada de eso. En la escuela le dieron mucha importancia a los godos o a los moros, pero no la suficiente a Roma, y eso que desde siempre, éramos romanos. Los escipiones llegaron en ese año, pero los romanos, nunca nos fuimos. Nuestro Derecho, nuestras leyes, nuestro matrimonio, casi todo nuestro idioma, hasta los días de la semana (lunes-luna, martes-marte, etc.) son todavía romanos. Los Anglos, pueblo bárbaro, fundaron Inglaterra, los Francos, Francia, pero los Godos no cambiaron el nombre de Hispania, ni se les habría ocurrido.
Creo que esta es una Historia, una aventura, que merece la pena ser contada, la increíble y loca aventura de cómo pasamos a formar parte fundamental de la mayor civilización de la Historia antigua. La auténtica conquista del oeste.
No sólo hubo guerreros y luchas y emperadores hispanos. Tuvimos un primer siglo de oro en latín. Lucano, los dos Sénecas, Columela, Marcial, Pomponio Mela, Quintiliano, son autores hispanos, por lo tanto romanos, del primer siglo de nuestra era y todavía son mundialmente conocidos, dos mil años después, que se dice pronto. La mayor parte de los autores romanos que han perdurado, de la segunda mitad del siglo I, nacieron aquí. En nuestra vieja Hispania.
Desconocemos nuestros héroes y nuestra Historia, aunque nos encantan las novelas históricas y las series de espadas. Bueno, todas las series. Tenemos un idioma que hablan en el mundo seiscientos millones de personas, pero nos esforzamos en recuperar el bable, que no lo hablaba ni mi abuelo que era de Ribadesella. Sabemos reírnos de nosotros mismos y nos criticamos más que nadie. Somos de amigos y de calle, pero muy familiares. Somos de cañas y de comer el domingo con los padres. De aplaudir a los sanitarios y de odiar a los gobiernos. De salir hasta las mil y de quedarnos en casita viendo una peli. Somos de playa y de montaña. Vamos siempre con prisa, pero solo corremos en los Sanfermines. Somos egoístas, pero somos también el país con mayor número de donaciones de órganos año tras año. Probablemente el país con más bares y, sin embargo, nuestros jóvenes se juntan en los parques para hacer botellón…
Es probable que todas estas paradojas nacieran precisamente entonces, cuando eramos bárbaros y salvajes, aquellos que vivían en el extremo del mundo, en el Finis Terrae y a pesar de todo, nos hicimos romanos. Eso sí, más romanos que nadie.
Sí, es verdad. Estamos locos estos romanos.